Archivo mensual: abril 2012

Divulgación vs. investigación

Las universidades y centros de investigación no deben, con carácter general, incentivar o recompensar de algún modo las actividades de divulgación científica de su personal investigador.

El objetivo que debe marcarse un investigador que inicia su carrera científica es el de formarse como tal investigador. Esto no quiere decir que no deba hacer otras cosas en su vida. Por supuesto que tendrá sus aficiones, sus hobbies, su vida social, etc., pero la tarea a la que debe dedicar su actividad “profesional” o, si se quiere, “laboral”, es la de formarse como científico. Y eso se consigue haciendo investigación y tratando de que esa investigación sea lo mejor posible. En ciencia, decir que una investigación es buena significa, o implica, que los resultados de la misma tienen mucho interés para los especialistas, lo que se traduce en que los artículos científicos en los que se publican esos resultados son citados por muchos colegas en sus propias publicaciones. Por esa razón, el rendimiento de esa actividad formativa y el nivel que alcanza el investigador en ese periodo se evalua a partir del número de artículos que publica y del número de citas que reciben esos artículos. Esos son los criterios que tendrán en cuenta quienes deban decidir acerca de si concederles nuevas ayudas para proseguir sus carreras o contratarlos en sus centros o equipos.

A los centros de investigación, departamentos e institutos universitarios, y universidades, también les interesa que su personal investigador, en general, y sus investigadores en formación, en particular, ofrezcan el máximo rendimiento posible en esos términos. Esa es la mejor garantía de que su actividad investigadora es de calidad y de que su personal ha alcanzado la mejor cualificación posible. Y por esa razón, esas instituciones, de un modo u otro, incentivan la publicación de artículos en revistas científicas de alto nivel. Solo de esa forma, además, alcanzan el reconocimiento internacional como centros de calidad y, en el caso de las universidades, obtienen buenas posiciones en los rankings internacionales.

Si incentivasen otro tipo de actividades, como la de la divulgación, por ejemplo, correrían el riesgo de que se le dedicasen demasiados esfuerzos a esas otras actividades, lo que iría en detrimento del objetivo básico y fundamental de esas instituciones, que es la buena investigación. Por lo tanto, no deben incentivarse.

¿Quiere eso decir que los investigadores no deben divulgar los resultados de su trabajo? No, no quiere decir eso. Los investigadores, a título personal, pueden hacer lo que mejor les parezca, del mismo modo a como hacen en general con su tiempo libre. Pero una cosa es que hagan lo que les apetezca y otra, muy diferente, es que las actividades distintas de la investigación se premien. Como ya he señalado, recompensar actividades diferentes de la investigación de calidad provocaría una peligrosa confusión en los objetivos de las instituciones.

¿Quiere esto decir que las instituciones de investigación no deben tener entre sus objetivos el de dar a conocer y divulgar sus resultados? Por supuesto que no quiere decir eso. Las instituciones de investigación deben promover y facilitar la divulgación y extensión social del conocimiento científico, en general, y de los resultados de su investigación, en particular. Pero los responsables y agentes de esa tarea no tienen por qué ser los investigadores, y menos aún los investigadores en formación. Lo que deben hacer esas instituciones es contar con personal específico para esa tarea o recurrir a agencias profesionales externas.


Ciencia y desarrollo: naturaleza de una relación, por Juan Ignacio Pérez

La secuencia de recortes que han sufrido los presupuestos públicos de investigación durante los últimos ejercicios ha generado una fuerte reacción en contra por parte del estamento científico y de otros sectores sociales. Se argumenta que esos recortes van a echar por tierra los avances en ciencia habidos en España en los años anteriores a la crisis, que se hipoteca así el propio desarrollo científico español de las próximas décadas, y que, como consecuencia de ello, también se va a hipotecar el desarrollo y bienestar futuro de la sociedad. En el argumento se suele explicitar que no es posible un sólido desarrollo económico sin un sistema científico homologable al de los países más desarrollados.

El pasado día 10 de abril, Sintetia publicó una visión crítica con esos argumentos, la de Javier Merino, de la corporación vasca Tecnalia. Merino sostiene que el esfuerzo realizado en I+D en los últimos años ha sido poco rentable en términos de generación de valor, pues en vez de haberse traducido en registro de patentes y transferencias a los sectores productivos, se ha limitado a propiciar un aumento en la publicación de artículos científicos. Afirma, además, que esos artículos son de baja calidad y que la crisis debiera servir para reorientar las políticas de gasto en este terreno. Casualmente, al día siguiente, el ministro de Guindos, declaró en el Congreso de los diputados que “se ha comprobado que un aumento en la inversión en I+D+i no se traduce necesariamente en mayor competitividad”.

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«Radicales libres», el libro

Hoy toca comentar un libro, una novedad en este espacio. Se trata de “Radicales libres”, de Michael Brooks editado por Ariel, este año (2012). Por las razones que expondré más adelante, he dejado pasar un tiempo entre la lectura del libro y la redacción de esta anotación. Y no he querido leer ninguna recensión sobre el mismo antes de escribir estas líneas, aunque he de reconocer que no he podido evitar leer algunas opiniones, -de tono más bien crítico-, sobre algunos aspectos de su contenido.

La razón por la que he dejado pasar varias semanas desde la lectura del libro es que, en cierto modo, me llegó a enfadar y he querido que el tiempo atenuara o eliminara el enfado. Entre las observaciones que me habían llegado, algunas se referían al hecho de que en el texto se han deslizado errores científicos. Es posible que así sea, pero no tengo un conocimiento tan preciso de los asuntos tratados como para poder juzgar su corrección científica. La razón de mi enfado no tiene nada que ver con eso, sino con el tono en que está redactado.

El principal defecto que le he visto a “Radicales libres” es la voluntad de su autor por dar un tono de cierto escándalo a prácticas científicas que en realidad son bastante normales. Y que, en todo caso, en el fondo no suponen ninguna objeción de fundamento al quehacer científico. Algunas de las prácticas que glosa no son correctas; otras fueron aceptables en su día, pero hoy no lo son. Y a otras, finalmente, no se les puede poner ningún pero.

La tesis central de la obra de Michael Brooks es que la ciencia no es como se la imagina la gente desde fuera; no consiste en un procedimiento perfectamente pautado y que se atiene a normas universalmente compartidas por la comunidad científica. Según Brooks, lo normal en la práctica científica real es que haya una cierta anarquía; por eso se refiere a los científicos como “anarquistas secretos”. Comenta casos concretos en los que, supuestamente, el consumo de sustancias alucinógenas facilitó el surgimiento de una gran idea. Se refiere a conflictos entre científicos que han entorpecido o bien algún descubrimiento o bien el reconocimiento de la paternidad de una idea. Alude al machismo que han sufrido las mujeres en la ciencia o al “racismo” cuyas consecuencias han padecido investigadores procedentes de países alejados de los países con más tradición. También somete a crítica el sistema de publicaciones científicas con el procedimiento de revisión por pares, y las injusticias que ha ocasionado tal sistema en ocasiones. Glosa descubrimientos científicos que se han hecho recurriendo a métodos poco ortodoxos, -como utilizarse un investigador a sí mismo como sujeto de experimentación-, e incluso ilegales o rayanos con la ilegalidad. Por supuesto, tampoco han faltado los comportamientos “inadecuados”, en la amplia gama que va desde alguna falta de índole menor hasta lo que se puede considerar fraude sin paliativos.

Dejando al margen el tono del libro que, como ya he dicho, no me ha gustado demasiado, el principal peligro que percibí es que su lectura puede alimentar ideas que resultan muy peligrosas para la ciencia. Algunos apartados producen la impresión de que no carece del todo de fundamento esa crítica que hacen a la ciencia algunos pensadores posmodernos, que consiste en atribuirle el carácter de una mera construcción social y no una aventura intelectual genuína que se guía por un método que, aunque con limitaciones, ha resultado ser extraordinariamente potente. Y es ahí donde he visto el peligro. Me ha preocupado que el que prácticas relativamente normales en el mundo de la ciencia sean de dudosa corrección o ética, pueda dar pie a considerar la actividad científica como un artificio que no persigue el conocimiento por su propio interés, sino que obdece a motivaciones de otro tipo. El autor no lo llega a expresar en ningún momento en esos o similares términos, eso es cierto, pero se trata de un terreno en el que llueve sobre mojado.

Esa es la principal prevención con la que he recorrido el libro. Y esa es la razón por la que he dudado antes de escribir esta reseña. Sin embargo, creo que el libro aporta un punto de vista, una visión de los hechos científicos, que no debemos ocultar. Es cierto que la práctica científica tiene claroscuros. Es verdad que las motivaciones de quienes hacen ciencia y la forma en la que a veces la hacen deja mucho que desear. Pero también lo es que en lo que se refiere al progreso científico el tiempo, y el propio método, acaba poniendo a cada cual en su sitio. Quiero decir con esto que una idea ha podido surgir de un modo extraño. O puede ocurrir que un conflicto de intereses entre varios científicos dé lugar a que se retrase un descubrimiento clave. Y también puede pasar que durante un tiempo, por razones poco confesables, pueda permanecer en vigor un punto de vista erróneo sobre algún aspecto concreto. Todo eso es posible. Pero a pesar de ello, el avance se produce. La misma práctica científica descarta teorías, desestima el valor de ciertos “descubrimientos”, corrige trayectorias erróneas, etc. A largo plazo, solo perduran los puntos de vista sólidos; sólo los descubrimientos bien sustentados en las pruebas se mantienen. La secuencia de conjeturas y refutaciones, tal y como la describió Karl Popper va destilando los conocimientos que resultan verdaderamente valiosos.

Por eso, conviene leer el libro de Brooks. Porque es bueno conocer y ser conscientes de las debilidades y de los puntos oscuros de la práctica científica y de los científicos. Es la mejor manera de inmunizarse frente a prácticas rechazables. Y en todo caso, si hoy los seres humanos combatimos con éxito muchas enfermedades, entendemos relativamente bien cómo evolucionan los ecosistemas y lanzamos satélites al espacio y los colocamos en órbitas geoestacionarias, -por poner solo tres ejemplos de grandes logros científico-tecnológicos-, es porque a pesar de las cosas que cuenta Michael Brooks, la ciencia funciona, y el propio autor se encarga de recordarlo.

Otras reseñas de este libro en El trastero de Yelptls, en Entomoblog, en Física de película, en Scientia, en Ciencia de bolsillo, en Fuente de la eterna juventud, y en Idea secundaria.